Inquieto me recoloco y me acerco el libro a la cara. Las manos me huelen a tabaco, aunque no fumo, pero ese simple olor me obliga a levantarme de la silla e ir al baño, abrir el grifo y, mientras me enjabono, mirarme al espejo.
Casi a diario nos miramos al espejo, pero sólo te quedas embobado frente a él cuando tienes algo que decirte. Siempre poca cosa, como que leo para justificar que no escribo. Dura poco, la autocompasión vierte un reflejo poco creíble, excesivo, de actor que actúa.
Salgo pitando de allí, me preparo un sandwich, vuelvo a mi cuarto, vuelvo a sentarme en la silla y vuelvo a libro que he dejado. Pero ahora, mientras leo, me pregunto si me olían porque necesitaba escribir. Y me pongo a ello, con un cigarrillo en la mano.
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